Cuenta la historia que hace muchos, muchos, años, un gran rey decidió construir un palacio que refleje la gloria de su reino. Se trataría de un edificio imponente, cada habitación más hermosa que la otra. Doce largos años trabajaron los súbditos del rey en el proyecto. Levantaron paredes, pintaron salones, sembraron jardines y amueblaron habitaciones. Y entonces llegó el día en el que todo estaba listo para ser estrenado… Todo, excepto las paredes del salón central, las paredes en donde se encontraría el trono del monarca.
Estas largas, altas y blancas paredes requerían un tratamiento especial. Y por ello, el rey llamó a dos de los más prestigiosos artistas del reino. “Les propongo vivir en el palacio durante el próximo año” – les dijo el gobernante. “No les faltará ni comida ni bebida, y tendrán a disposición cualquier tipo de materiales que deseen. Asimismo, podrán contratar a todos los asistentes que crean necesarios para llevar adelante la tarea.”
“Tú tendrás que pintar esta pared” – le anunció el rey al primero de los artistas – “mientras que tú deberás hacer lo propio con la pared de enfrente” – le dijo al segundo de los artistas. “Yo regresaré al cabo de un año, y aquel que realice el mejor trabajo decorando su pared, será recompensado con dinero, con honor, y con fama.”
Ambos pintores aceptaron el desafío, y ni bien el rey se retiró, se pusieron manos a la obra…
Bueno, en realidad, quien se puso a trabajar fue el primer artista: esbozó sus primeras ideas, contrató media docena de asistentes y comenzó a construir un andamio contra la pared. Para el final del primer mes en el palacio, este buen hombre ya sabía qué motivos habría de pintar, y había comenzado a delinear su obra en la pared. Mientras tanto, el segundo artista ingresaba al gran salón todas las mañanas, se paraba frente a su enorme pared, y se quedaba allí dubitativo, con la mirada perdida en sus propios pensamientos.
Sobre el final del segundo mes, el primer artista se encontraba bien adelantado en su obra. En la pared ya se podían ver los rudimentos de su diseño, y los botes de pintura ya se encontraban a la mano, junto a los pinceles, las brochas y las paletas. Al completarse el primer trimestre, el diseño ya comenzaba a cobrar vida en la pared. Y mientras tanto, el segundo artista ingresaba todas las mañanas, y se quedaba parado con la mirada perdida en sus propios pensamientos.
Así fueron pasando los meses. En una pared, la obra maestra del primer artista se hacía evidente. Los colores, las texturas y las formas se conjugaban en un diseño único, nunca antes visto en todas las tierras del reino.
En la otra pared, el mismo color blanco del comienzo, la misma mirada del segundo artista perdida en sus propios pensamientos.
Durante el último día de la última semana del último mes de trabajo, cuando el año había concluido, el primer pintor congregó a sus asistentes, organizó un pequeño festejo, y agregó su firma en el hermoso mural. Él sabía que había creado algo maravilloso y especial.
Antes de ir a descansar en su última noche en el palacio, el artista volvió a mirar la pared opuesta a la suya: sorprendentemente continuaba tan blanca y vacía como el primer día. Y allí se encontraba su competidor, tan de pie y absorto como durante todo el año que había pasado.
A la mañana siguiente, ambos hombres fueron llamados a presentarse frente al rey, quien estaba sumamente ansioso por conocer las obras de los pintores. Los recibió en la antecámara, y les dijo que esperaran mientras él recorría sus obras maestras. La primera pared que descubrió el monarca fue la del primer artista. En el acto se maravilló con el resultado. Tan asombrado quedó con semejante obra de arte, que no pudo evitar llorar de la emoción. En su interior se conjugaban los sentimientos generados al ver el mural junto a su orgullo por haber financiado una obra de este calibre. Definitivamente estaba muy conforme con lo que veía.
Todavía emocionado por lo que había visto, el rey se dio media vuelta y fue a descubrir la segunda pared, la cual todavía se encontraba velada por un fino lienzo. Fue entonces, al quitar el lienzo que cubría la pared, que descubrió algo fascinante: perplejo, vio reflejado sobre la segunda pared el mismo diseño con el que se había encontrado en la primera pared. Cada línea, cada diseño, incluso cada color, eran idénticos a lo que ya había visto… Solo había una pequeña pero importante diferencia: sobre la segunda pared, y junto al maravilloso diseño del primer artista, también se reflejaba la figura del rey con la cara desencajada, incrédulo frente al espectáculo que veía.
Acercándose a la obra, el rey confirmó lo que ya sospechaba: el segundo artista había instalado un enorme espejo, el cual se ajustaba exactamente al tamaño de la pared…
Fue entonces que el rey llamó a los dos artistas a comparecer frente a él. El primer pintor ingresó, volvió a mirar su mural y a sentirse orgulloso de él, pero su alegría se convirtió en una profunda desesperación al ver la pared de su contrincante. No lo podía creer.
“¿Quién ganó?” preguntaron los artistas. “Obviamente,” – contestó el rey – “ambos han hecho una excelente tarea, y queda a la vista que ambos son justos ganadores. Declaro un empate, y por tanto cada quien habrá de recibir la recompensa que le corresponde.”
“¡No es justo!” exclamó el primer pintor. “¿Cómo puede ser…?”
“¡Cállate!” le respondió tajante el rey, “se te ordena obedecer a mis decretos. Ahora regresen a sus hogares, y preséntense mañana por la mañana para recibir sus recompensas.”
Así fue que cada uno de los artistas abandonó el salón real, cada uno de ellos con sus propias sensaciones y pensamientos…
Ni bien leí este cuento hace algunas semanas atrás, supe que quería compartirlo con ustedes en esta noche de Kol Nidrei. Creo que cada uno de nosotros puede sentirse reflejado en cada uno de los artistas presentados por el relato. Hay quienes llegan a esta sagrada noche orgullosos de todo lo que hicieron con sus vidas en el año que acaba de finalizar. En esta sagrada noche, y como el primer pintor, exponen el fruto de su propio ser frente al Rey de Reyes, reconociendo el esfuerzo realizado y la creatividad invertida en la construcción de una obra maestra.
Y luego se encuentran todos los demás…
Luego se encuentran todos aquellos que se sienten tristemente identificados con el segundo artista. Aquellos que no tuvieron ni el tiempo ni la voluntad de dedicarse a trabajar en un proyecto propio, único y personal, eligiendo en su lugar volverse el fiel reflejo de todo lo que los demás querían ver. Aquellos que siempre se encuentran parados frente a la pared vacía, con la mirada perdida quién sabe bien en donde.
Muchas son las razones que alegan los seguidores del segundo pintor. Algunos se disculpan sosteniendo que viven vidas demasiado frenéticas. Tanto tiempo se la pasan corriendo de aquí para allá, que no les queda ni medio minuto libre para dedicar a hacer de sus vidas una obra de arte.
Otros, aunque no lo confiesen, quedan imposibilitados de desplegar sus anhelos y aspiraciones más profundos porque tienen miedo. Tienen miedo a equivocarse. Y tienen miedo a fracasar. Y como tienen miedo de hacer el ridículo frente a sus pares, prefieren transformarse en meros espejos, reflejando pálidamente la obra de los demás.
Ese miedo a aprovechar la vida para ser alguien auténtico y diferente, se suele manifestar en nuestros deseos de ser como alguien más. Queremos jugar al futbol como Messi, contar con el dinero de Bill Gates, o actuar como Robert DeNiro. Morimos por cantar como Serrat, bailar como Baryshnikov o escribir como Octavio Paz. Y mientras tanto nos esforzamos por ser como ellos, nos olvidamos de quienes somos nosotros. Es en ese espíritu, que el rabino jasídico Menajem Mendl de Kotzk se preguntaba: “Si invierto tanto tiempo pretendiendo ser alguien más, entonces ¿quién se tomará el tiempo para ser yo?”
Ese mismo miedo es el que con astucia nos aconseja ni siquiera intentarlo. “Si no lo intentamos, entonces nunca habremos de fracasar.” Y es muy cierto. A nadie le gusta fracasar. A nadie le gusta sentirse ridículo ni sufrir con las risas o burlas de sus pares. A nadie le gusta perder.
Y sin embargo, la solución que nos propone la Tradición de Israel no es renunciar a hacer de nuestras vidas una obra de arte. Y si no me creen, echemos un vistazo a la Tora. Semana a semana, el texto bíblico nos muestra cómo Moisés, el líder más descollante de toda nuestra historia, fue guiando al pueblo hasta las orillas de la Tierra Prometida. Durante todo el año, y a medida que avanza nuestra lectura ritual del libro, vamos aprendiendo a regocijarnos con sus victorias, y también nos entristecemos con los momentos de mayor tensión. Y aun así, y a pesar de todos los merecimientos, a pesar de todos los sufrimientos, y de todas las energías invertidas durante toda su vida, la Tora nos cuenta que Moisés nunca habrá de poner un pie en la tierra de sus sueños. Luego de tanto andar, la Tora finaliza con el relato del mayor de los fracasos, con el relato de la mayor de las tragedias posibles.
Y así como le ocurrió a Moisés, nos ocurre también a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros quiere quedarse del otro lado del Jordán. Ninguno de nosotros quiere trabajar a consciencia para luego recibir la funesta noticia de que nunca habrá de llegar a la Tierra Prometida. El fracaso nos paraliza hiriendo nuestra autoestima. El fracaso nos convence de que todo lo que hacemos es contraproducente, y que a la hora de la hora no servimos para nada.
Y es por ello que la Tora cierra su relato con el agridulce final de Moisés. Porque frente al fracaso, la pregunta importante es qué hacemos después. Porque frente al fracaso de no lograr que las cosas se den como nosotros queremos, el desafío que enfrentamos es el de regresar los rollos de la Tora hasta el relato de la creación del mundo para volver a empezar, para volver a intentarlo una vez. La tradición judía nos enseña que todos debemos enfrentarnos con el fracaso; todos, incluso Moisés. Nadie está exento de fracasar, porque el fracaso es inherente a la condición humana. Y por lo tanto, el fracaso no es un pecado. El verdadero pecado es no animarnos a intentar una y otra vez hacer de nuestras vidas una obra de arte. El verdadero pecado es hacer de nuestras vidas el pálido reflejo de la vida de los demás.
Es en el espíritu de este cuento y de las reflexiones compartidas hasta aquí, que ahora debemos regresarnos a las puertas del cielo. Ahora es buen momento para regresarnos a la última de las preguntas últimas que nos harán al llegar a las alturas celestiales. Este último interrogante fue expresado por Rabi Zusya de Anipol, rabino jasídico del siglo XVIII.
Cuenta la historia que, sabiendo que se acercaba su final, Rab Zusya estaba inquieto. Luego de una vida dedicada al estudio de la Tora y al cumplimiento de las mitzvot, Rab Zusya estaba inquieto. Le costaba dormir. No dejaba de dar vueltas en su cama.
Sus alumnos se preocuparon y trataron de calmarlo. “¿Qué es lo que pasa?” Preguntaron. “¿Cuál es el problema?” El Rebe les respondió: “Cuando me llegue la hora, cuando me presente frente a las puertas del cielo, Ds no me va a preguntar por qué no fui como Moisés, ni por qué no fui como Rabi Akiva. En ese día, Ds me va a preguntar por qué no fui como Rab Zusya.”
Y entonces:
Si fuimos honestos.
Si logramos dejar una huella significativa en nuestros seres queridos.
Si supimos apostar por nuestro aprendizaje continuo.
Si fuimos capaces de vivir con optimismo y esperanza.
Si aprendimos de la experiencia.
Y si apreciamos y agradecimos por los milagros de la vida cotidiana…
Entonces en el cielo querrán saber si pudimos potenciar todas esas virtudes para hacer de nuestras vidas una obra de arte. En el cielo querrán saber si durante nuestro tiempo aquí en la tierra tuvimos la capacidad de ser la mejor versión de nosotros mismos. Si supimos apasionarnos por nuestras ideas. Si supimos arriesgarnos en pos de nuestros ideales.
Cada vez que somos llamados a una alia, la tradición de Israel nos invita a bendecir recordando que Ds ha implantado en cada uno de nosotros el potencial de la vida eterna (וחיי עלום נטע בתוכנו). Cuando lleguemos al cielo, allí nos van a preguntar si en vida, si en esta vida, supimos nutrir ese potencial, y si fuimos todo aquello que aspirábamos ser. Hacer acto de la potencia que anida en nuestro ser es el desafío más grande de todos, es el objetivo más noble, es la promesa que nos orienta a escuchar nuestra voz interior, y a hacer de nuestras vidas, verdaderas obra de arte…
Cuenta la historia que a la mañana siguiente, los dos artistas se presentaron ante el rey para reclamar su recompensa. El primero seguía furioso. El segundo respiraba con alivio. Ambos fueron invitados a ingresar en el magno salón del trono. Sobre una de las paredes se encontraba una resplandeciente montaña de oro. Ninguno de los artistas había visto tanto oro en toda su vida.
El rey se volvió al primero de los pintores y le dijo: “Has creado una obra maestra. Tu trabajo es profundo, sincero y emotivo. Posees un don divino, y me enorgullece que lo hayas podido desplegar en la pared de mi palacio. He aquí tu merecida recompensa. Toda esta montaña de oro es tuya. Ahora ve y disfruta de ella junto a tu familia y seres queridos. Ahora ve y sigue trayendo belleza a la vida de los demás, así como lo has hecho con mi vida.”
“¡Un momento!” – interrumpió el segundo pintor. “Su majestad dijo que ambos habíamos ganado y que ambos seríamos merecedores de la recompensa. ¿Dónde está mi parte del premio?”
“Ah, sí” – dijo el rey. “Efectivamente, les prometí que cada uno de ustedes habría de recibir su justa recompensa, y es mi deseo cumplir con mi promesa.”
“Pero… si él recibe todo el oro, ¿entonces qué es lo que queda para mí?” preguntó el segundo artista.
“Te diré lo que queda para ti: mira ahora hacia la pared que tú has decorado. ¿Ves la montaña de oro allí en el espejo? Pues bien, he allí tu recompensa. Esa es la recompensa que te mereces. Ahora toma tu recompensa y lárgate para siempre de mi reino.”
El segundo artista miró con tristeza la magra obra de sus manos, se dio media vuelta, y abandonó con pasos lentos el magnífico palacio.
Nuestra tradición nos enseña que en cualquier momento, y no sólo al llegar al cielo, el Rey de Reyes se puede revelar frente a nosotros para preguntarnos en qué hemos invertido nuestro tiempo, para examinar cuáles fueron nuestros logros y fracasos, y para deleitarse admirando la más hermosa de nuestras obras de arte. Quiera Ds guiarnos para que en este año que recién comienza podamos aprovechar todo nuestro potencial creciendo en espíritu, trabajando con pasión y con compromiso, y moldeando con todo nuestro ser una obra maestra de la que estemos orgullosos cuando llegue el momento oportuno de tener que presentarla.
Shabat Shalom, Gmar Jatima Tova y Tzom Kal!
Rabino Joshua Kullock
[Basado en textos del Rabino Ed Feinstein y Ron Wolfson]
Estas largas, altas y blancas paredes requerían un tratamiento especial. Y por ello, el rey llamó a dos de los más prestigiosos artistas del reino. “Les propongo vivir en el palacio durante el próximo año” – les dijo el gobernante. “No les faltará ni comida ni bebida, y tendrán a disposición cualquier tipo de materiales que deseen. Asimismo, podrán contratar a todos los asistentes que crean necesarios para llevar adelante la tarea.”
“Tú tendrás que pintar esta pared” – le anunció el rey al primero de los artistas – “mientras que tú deberás hacer lo propio con la pared de enfrente” – le dijo al segundo de los artistas. “Yo regresaré al cabo de un año, y aquel que realice el mejor trabajo decorando su pared, será recompensado con dinero, con honor, y con fama.”
Ambos pintores aceptaron el desafío, y ni bien el rey se retiró, se pusieron manos a la obra…
Bueno, en realidad, quien se puso a trabajar fue el primer artista: esbozó sus primeras ideas, contrató media docena de asistentes y comenzó a construir un andamio contra la pared. Para el final del primer mes en el palacio, este buen hombre ya sabía qué motivos habría de pintar, y había comenzado a delinear su obra en la pared. Mientras tanto, el segundo artista ingresaba al gran salón todas las mañanas, se paraba frente a su enorme pared, y se quedaba allí dubitativo, con la mirada perdida en sus propios pensamientos.
Sobre el final del segundo mes, el primer artista se encontraba bien adelantado en su obra. En la pared ya se podían ver los rudimentos de su diseño, y los botes de pintura ya se encontraban a la mano, junto a los pinceles, las brochas y las paletas. Al completarse el primer trimestre, el diseño ya comenzaba a cobrar vida en la pared. Y mientras tanto, el segundo artista ingresaba todas las mañanas, y se quedaba parado con la mirada perdida en sus propios pensamientos.
Así fueron pasando los meses. En una pared, la obra maestra del primer artista se hacía evidente. Los colores, las texturas y las formas se conjugaban en un diseño único, nunca antes visto en todas las tierras del reino.
En la otra pared, el mismo color blanco del comienzo, la misma mirada del segundo artista perdida en sus propios pensamientos.
Durante el último día de la última semana del último mes de trabajo, cuando el año había concluido, el primer pintor congregó a sus asistentes, organizó un pequeño festejo, y agregó su firma en el hermoso mural. Él sabía que había creado algo maravilloso y especial.
Antes de ir a descansar en su última noche en el palacio, el artista volvió a mirar la pared opuesta a la suya: sorprendentemente continuaba tan blanca y vacía como el primer día. Y allí se encontraba su competidor, tan de pie y absorto como durante todo el año que había pasado.
A la mañana siguiente, ambos hombres fueron llamados a presentarse frente al rey, quien estaba sumamente ansioso por conocer las obras de los pintores. Los recibió en la antecámara, y les dijo que esperaran mientras él recorría sus obras maestras. La primera pared que descubrió el monarca fue la del primer artista. En el acto se maravilló con el resultado. Tan asombrado quedó con semejante obra de arte, que no pudo evitar llorar de la emoción. En su interior se conjugaban los sentimientos generados al ver el mural junto a su orgullo por haber financiado una obra de este calibre. Definitivamente estaba muy conforme con lo que veía.
Todavía emocionado por lo que había visto, el rey se dio media vuelta y fue a descubrir la segunda pared, la cual todavía se encontraba velada por un fino lienzo. Fue entonces, al quitar el lienzo que cubría la pared, que descubrió algo fascinante: perplejo, vio reflejado sobre la segunda pared el mismo diseño con el que se había encontrado en la primera pared. Cada línea, cada diseño, incluso cada color, eran idénticos a lo que ya había visto… Solo había una pequeña pero importante diferencia: sobre la segunda pared, y junto al maravilloso diseño del primer artista, también se reflejaba la figura del rey con la cara desencajada, incrédulo frente al espectáculo que veía.
Acercándose a la obra, el rey confirmó lo que ya sospechaba: el segundo artista había instalado un enorme espejo, el cual se ajustaba exactamente al tamaño de la pared…
Fue entonces que el rey llamó a los dos artistas a comparecer frente a él. El primer pintor ingresó, volvió a mirar su mural y a sentirse orgulloso de él, pero su alegría se convirtió en una profunda desesperación al ver la pared de su contrincante. No lo podía creer.
“¿Quién ganó?” preguntaron los artistas. “Obviamente,” – contestó el rey – “ambos han hecho una excelente tarea, y queda a la vista que ambos son justos ganadores. Declaro un empate, y por tanto cada quien habrá de recibir la recompensa que le corresponde.”
“¡No es justo!” exclamó el primer pintor. “¿Cómo puede ser…?”
“¡Cállate!” le respondió tajante el rey, “se te ordena obedecer a mis decretos. Ahora regresen a sus hogares, y preséntense mañana por la mañana para recibir sus recompensas.”
Así fue que cada uno de los artistas abandonó el salón real, cada uno de ellos con sus propias sensaciones y pensamientos…
Ni bien leí este cuento hace algunas semanas atrás, supe que quería compartirlo con ustedes en esta noche de Kol Nidrei. Creo que cada uno de nosotros puede sentirse reflejado en cada uno de los artistas presentados por el relato. Hay quienes llegan a esta sagrada noche orgullosos de todo lo que hicieron con sus vidas en el año que acaba de finalizar. En esta sagrada noche, y como el primer pintor, exponen el fruto de su propio ser frente al Rey de Reyes, reconociendo el esfuerzo realizado y la creatividad invertida en la construcción de una obra maestra.
Y luego se encuentran todos los demás…
Luego se encuentran todos aquellos que se sienten tristemente identificados con el segundo artista. Aquellos que no tuvieron ni el tiempo ni la voluntad de dedicarse a trabajar en un proyecto propio, único y personal, eligiendo en su lugar volverse el fiel reflejo de todo lo que los demás querían ver. Aquellos que siempre se encuentran parados frente a la pared vacía, con la mirada perdida quién sabe bien en donde.
Muchas son las razones que alegan los seguidores del segundo pintor. Algunos se disculpan sosteniendo que viven vidas demasiado frenéticas. Tanto tiempo se la pasan corriendo de aquí para allá, que no les queda ni medio minuto libre para dedicar a hacer de sus vidas una obra de arte.
Otros, aunque no lo confiesen, quedan imposibilitados de desplegar sus anhelos y aspiraciones más profundos porque tienen miedo. Tienen miedo a equivocarse. Y tienen miedo a fracasar. Y como tienen miedo de hacer el ridículo frente a sus pares, prefieren transformarse en meros espejos, reflejando pálidamente la obra de los demás.
Ese miedo a aprovechar la vida para ser alguien auténtico y diferente, se suele manifestar en nuestros deseos de ser como alguien más. Queremos jugar al futbol como Messi, contar con el dinero de Bill Gates, o actuar como Robert DeNiro. Morimos por cantar como Serrat, bailar como Baryshnikov o escribir como Octavio Paz. Y mientras tanto nos esforzamos por ser como ellos, nos olvidamos de quienes somos nosotros. Es en ese espíritu, que el rabino jasídico Menajem Mendl de Kotzk se preguntaba: “Si invierto tanto tiempo pretendiendo ser alguien más, entonces ¿quién se tomará el tiempo para ser yo?”
Ese mismo miedo es el que con astucia nos aconseja ni siquiera intentarlo. “Si no lo intentamos, entonces nunca habremos de fracasar.” Y es muy cierto. A nadie le gusta fracasar. A nadie le gusta sentirse ridículo ni sufrir con las risas o burlas de sus pares. A nadie le gusta perder.
Y sin embargo, la solución que nos propone la Tradición de Israel no es renunciar a hacer de nuestras vidas una obra de arte. Y si no me creen, echemos un vistazo a la Tora. Semana a semana, el texto bíblico nos muestra cómo Moisés, el líder más descollante de toda nuestra historia, fue guiando al pueblo hasta las orillas de la Tierra Prometida. Durante todo el año, y a medida que avanza nuestra lectura ritual del libro, vamos aprendiendo a regocijarnos con sus victorias, y también nos entristecemos con los momentos de mayor tensión. Y aun así, y a pesar de todos los merecimientos, a pesar de todos los sufrimientos, y de todas las energías invertidas durante toda su vida, la Tora nos cuenta que Moisés nunca habrá de poner un pie en la tierra de sus sueños. Luego de tanto andar, la Tora finaliza con el relato del mayor de los fracasos, con el relato de la mayor de las tragedias posibles.
Y así como le ocurrió a Moisés, nos ocurre también a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros quiere quedarse del otro lado del Jordán. Ninguno de nosotros quiere trabajar a consciencia para luego recibir la funesta noticia de que nunca habrá de llegar a la Tierra Prometida. El fracaso nos paraliza hiriendo nuestra autoestima. El fracaso nos convence de que todo lo que hacemos es contraproducente, y que a la hora de la hora no servimos para nada.
Y es por ello que la Tora cierra su relato con el agridulce final de Moisés. Porque frente al fracaso, la pregunta importante es qué hacemos después. Porque frente al fracaso de no lograr que las cosas se den como nosotros queremos, el desafío que enfrentamos es el de regresar los rollos de la Tora hasta el relato de la creación del mundo para volver a empezar, para volver a intentarlo una vez. La tradición judía nos enseña que todos debemos enfrentarnos con el fracaso; todos, incluso Moisés. Nadie está exento de fracasar, porque el fracaso es inherente a la condición humana. Y por lo tanto, el fracaso no es un pecado. El verdadero pecado es no animarnos a intentar una y otra vez hacer de nuestras vidas una obra de arte. El verdadero pecado es hacer de nuestras vidas el pálido reflejo de la vida de los demás.
Es en el espíritu de este cuento y de las reflexiones compartidas hasta aquí, que ahora debemos regresarnos a las puertas del cielo. Ahora es buen momento para regresarnos a la última de las preguntas últimas que nos harán al llegar a las alturas celestiales. Este último interrogante fue expresado por Rabi Zusya de Anipol, rabino jasídico del siglo XVIII.
Cuenta la historia que, sabiendo que se acercaba su final, Rab Zusya estaba inquieto. Luego de una vida dedicada al estudio de la Tora y al cumplimiento de las mitzvot, Rab Zusya estaba inquieto. Le costaba dormir. No dejaba de dar vueltas en su cama.
Sus alumnos se preocuparon y trataron de calmarlo. “¿Qué es lo que pasa?” Preguntaron. “¿Cuál es el problema?” El Rebe les respondió: “Cuando me llegue la hora, cuando me presente frente a las puertas del cielo, Ds no me va a preguntar por qué no fui como Moisés, ni por qué no fui como Rabi Akiva. En ese día, Ds me va a preguntar por qué no fui como Rab Zusya.”
Y entonces:
Si fuimos honestos.
Si logramos dejar una huella significativa en nuestros seres queridos.
Si supimos apostar por nuestro aprendizaje continuo.
Si fuimos capaces de vivir con optimismo y esperanza.
Si aprendimos de la experiencia.
Y si apreciamos y agradecimos por los milagros de la vida cotidiana…
Entonces en el cielo querrán saber si pudimos potenciar todas esas virtudes para hacer de nuestras vidas una obra de arte. En el cielo querrán saber si durante nuestro tiempo aquí en la tierra tuvimos la capacidad de ser la mejor versión de nosotros mismos. Si supimos apasionarnos por nuestras ideas. Si supimos arriesgarnos en pos de nuestros ideales.
Cada vez que somos llamados a una alia, la tradición de Israel nos invita a bendecir recordando que Ds ha implantado en cada uno de nosotros el potencial de la vida eterna (וחיי עלום נטע בתוכנו). Cuando lleguemos al cielo, allí nos van a preguntar si en vida, si en esta vida, supimos nutrir ese potencial, y si fuimos todo aquello que aspirábamos ser. Hacer acto de la potencia que anida en nuestro ser es el desafío más grande de todos, es el objetivo más noble, es la promesa que nos orienta a escuchar nuestra voz interior, y a hacer de nuestras vidas, verdaderas obra de arte…
Cuenta la historia que a la mañana siguiente, los dos artistas se presentaron ante el rey para reclamar su recompensa. El primero seguía furioso. El segundo respiraba con alivio. Ambos fueron invitados a ingresar en el magno salón del trono. Sobre una de las paredes se encontraba una resplandeciente montaña de oro. Ninguno de los artistas había visto tanto oro en toda su vida.
El rey se volvió al primero de los pintores y le dijo: “Has creado una obra maestra. Tu trabajo es profundo, sincero y emotivo. Posees un don divino, y me enorgullece que lo hayas podido desplegar en la pared de mi palacio. He aquí tu merecida recompensa. Toda esta montaña de oro es tuya. Ahora ve y disfruta de ella junto a tu familia y seres queridos. Ahora ve y sigue trayendo belleza a la vida de los demás, así como lo has hecho con mi vida.”
“¡Un momento!” – interrumpió el segundo pintor. “Su majestad dijo que ambos habíamos ganado y que ambos seríamos merecedores de la recompensa. ¿Dónde está mi parte del premio?”
“Ah, sí” – dijo el rey. “Efectivamente, les prometí que cada uno de ustedes habría de recibir su justa recompensa, y es mi deseo cumplir con mi promesa.”
“Pero… si él recibe todo el oro, ¿entonces qué es lo que queda para mí?” preguntó el segundo artista.
“Te diré lo que queda para ti: mira ahora hacia la pared que tú has decorado. ¿Ves la montaña de oro allí en el espejo? Pues bien, he allí tu recompensa. Esa es la recompensa que te mereces. Ahora toma tu recompensa y lárgate para siempre de mi reino.”
El segundo artista miró con tristeza la magra obra de sus manos, se dio media vuelta, y abandonó con pasos lentos el magnífico palacio.
Nuestra tradición nos enseña que en cualquier momento, y no sólo al llegar al cielo, el Rey de Reyes se puede revelar frente a nosotros para preguntarnos en qué hemos invertido nuestro tiempo, para examinar cuáles fueron nuestros logros y fracasos, y para deleitarse admirando la más hermosa de nuestras obras de arte. Quiera Ds guiarnos para que en este año que recién comienza podamos aprovechar todo nuestro potencial creciendo en espíritu, trabajando con pasión y con compromiso, y moldeando con todo nuestro ser una obra maestra de la que estemos orgullosos cuando llegue el momento oportuno de tener que presentarla.
Shabat Shalom, Gmar Jatima Tova y Tzom Kal!
Rabino Joshua Kullock
[Basado en textos del Rabino Ed Feinstein y Ron Wolfson]
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