BH
Iom
Kipur 5772
Kol
Nidrei
Lo
primero que escuchó el rabino al llegar a su nueva congregación, fueron las
palabras de quien en aquel momento se desempeñaba como la voz de
la experiencia comunitaria. Sus palabras fueron más o menos las siguientes:
“Estimado Rabino:
Nuestra querida congregación cuenta con 466 miembros. Cada uno de ellos
cuenta.
Ahora bien, 70 de nuestros socios son personas mayores, por lo que
quedan 396 para hacer todo el trabajo. 85 son niños en edad escolar por lo que solo
quedan 311 para hacer todo el trabajo. Bueno… en realidad, de esos 311, 135 son
atareados hombres de negocios, por lo que eso nos deja unos 176. Por otra
parte, usted sabe, 87 son amas de casa con hijos chicos, lo que reduce el
número a 79 personas para hacer todo el trabajo.
Tenemos 45 miembros que tienen importantísimos intereses ajenos a lo
comunitario, por lo que nos quedan sólo 34 personas para hacer todo el trabajo.
Eso sí, de ellos, 14 viven demasiado lejos para asistir con frecuencia. Por lo
tanto, tenemos 20 personas para hacer todo el trabajo, y 18 de ellos dicen que
ya están haciendo su parte, por lo que mi estimadísimo rabino, eso significa
que sólo quedamos usted y yo para hacer la tarea, y para serle franco yo estoy
realmente cansado. Le deseo la mejor de las suertes.”
La
vida de las comunidades pequeñas es tan hermosa como frágil. Es hermosa porque
nos da la posibilidad de conocernos entre todos y de compartir nuestras
alegrías y nuestras tristezas como si fuéramos una gran familia. En esta noche
los miro, y sé que los conozco a todos. Sé que tengo la bendición de poder
platicar con cada uno de ustedes y de saber en qué andan. Y eso, a nivel
personal, me alegra mucho.
En
este último tiempo pude hablar con colegas que trabajan en comunidades grandes,
quienes me contaban que cuando se cruzan con algún chavo en los pasillos de la
sinagoga no saben si se está preparando para su Bar Mitzva, si ya hizo su Bar
Mitzva o si solamente vino a visitar a algún amigo que ese Shabat estaba haciendo
su Bar Mitzva en la comunidad. Una kehila pequeña como la nuestra, por el
contrario, nos da la posibilidad de compartir mayor cantidad y calidad de
tiempo entre nosotros, y de tejer verdaderos lazos de pertenencia y amistad en
esa red de relaciones que se vuelve comunidad. Nuestra comunidad.
Sin
embargo, y aun cuando son hermosas, las comunidades pequeñas son frágiles.
Extremadamente frágiles. Comunidades con cientos de familias pueden funcionar
incluso si sólo un pequeño porcentaje de la congregación participa. Nosotros
no. Más aun: Comunidades con cientos de familias necesitan que un porcentaje
importante se quede en sus casas porque si todo el mundo participara sería un
verdadero problema de logística y planificación para la institución.
En
una kehila pequeña como la nuestra, por el contrario, la participación de cada uno
de nosotros es vital. En una kehila pequeña como la nuestra, por suerte o por
desgracia, no podemos contar con el comité de los indiferentes o con el minián
de los que todo les vale sombrilla. El cuerpo que componemos como comunidad no
se puede dar el lujo de ejercitar el músculo de la apatía. Y así como un
diabético tiene que cuidarse del azúcar o un hipertenso debe alejarse de la
sal, nosotros tenemos prohibida la apatía. Puede que no nos guste, puede que
incluso necesitemos de un poco de time-out, pero nuestra condición demográfica no
lo aconseja ni lo considera prudente. Es así. Por más que reneguemos de ella,
nuestra fragilidad no va a desaparecer ni se va a evaporar.
En
una kehila pequeña como la nuestra, aplica lo que Maimónides (basado en el Talmud) proponía en
relación a la Teshuva. Según el sabio judeoespañol, Ds inscribe en el libro de
la vida a quienes sus buenas acciones superan a sus malas acciones, y lo mismo
ocurre con las ciudades e incluso con el mundo entero. En ese espíritu,
Maimónides escribe:
“El
hombre debe verse a sí mismo como si sus acciones positivas equivalieran en
número a sus acciones negativas, de forma tal que su próxima acción terminará
inclinando la balanza tanto para el bien como para el mal, decretando entonces
el destino de su propio ser, del lugar en donde vive y del mundo entero.”
En
una kehila como la nuestra, debemos entender que cada acción que realicemos,
por más pequeña que sea, puede inclinar la balanza para bien o puede inclinar
la balanza para mal. Puede ayudarnos a seguir adelante, y puede condenarnos a
tiempos complicados. ¿Les parece mucha responsabilidad? Pues sí, así es. Y no
hay de otra.
En
estos últimos días, mientras pensaba que compartir con ustedes esta noche,
recordé una historia que me contó mi maestro y amigo el rabino Manes Kogan.
Manes vive en Queens (Nueva York) hace un par de años, y en julio fue invitado
a participar de una comitiva de rabinos gringos que viajo a Rusia para ver cómo
creció la vida judía allí luego de la caída de la Unión Soviética. La visita
incluyó la posibilidad de compartir un día entero del viaje con Natan
Sharansky, actual director de la Agencia Judía y símbolo de aquellos tiempos en
los que no se podía ser judío en la república comunista.
Sharansky
compartió con los rabinos una de las anécdotas de su primer viaje a los Estados
Unidos, luego de haber sido liberado de la prisión soviética. Cuando llegó a
Nueva York, la gente se abalanzaba para tenerlo cerca, para tocarlo, para poder
ver al héroe por el cual habían peleado tan duro. Entre tantas personas, una
mujer de setenta años logró acercarse a Sharansky y le dijo: “Natan, ¡Qué bueno
fue cuando estuviste en prisión! Tú lograste unirnos; tú nos diste un sentido de
misión. Aquellos fueron grandes tiempos, en los que fuimos una y otra vez a
manifestarnos a Washington por tu liberación.”
Al
oír las palabras de esta señora, Sharansky se sintió algo contrariado. Para él,
no había nada meritorio en haber estado en prisión, y no había dudas de que él
hubiera preferido no tener que caer en el bote comunista para movilizar a todo
un pueblo. Más aun, Sharansky le dijo a los rabinos entre los que estaba mi
amigo Manes: “Sacamos a más de un millón de judíos de la Unión Soviética y los
trajimos a Israel, Alemania y los Estados Unidos. Todo el que quiso salir,
salió. ¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos con ellos? ¿Cómo nos conectamos con ellos,
con sus tradiciones o con su historia? ¿Cómo deshacemos 70 años de
antisemitismo, de asimilación y de indiferencia? Volver a llenar sus vidas con
sentido es mucho más difícil; puede que sea menos heroico, pero es
decididamente mucho más difícil.”
El
día después. Ese es el día difícil.
Así
como las sociedades son como los arcos de una construcción, los cuales deben
medirse no por la resistencia de sus columnas sino por la fortaleza de su punto
más débil, el heroísmo debe medirse no por la valentía demostrada al comenzar
una batalla, sino por la entereza con la que se vive después de haberla ganado.
La
pregunta por el día después nos llega a todos, en distintos momentos de
nuestras vidas. Nos llega cuando recibimos nuestro título universitario y
tenemos que empezar a trabajar. Nos llega cuando finaliza nuestra luna de miel y
llega la hora de la convivencia. Nos llega cuando volvemos del hospital con
nuestro primer hijo. O con el segundo. O con el tercero. Nos llega cuando
finaliza una shive y nos quedamos solos. Nos llega cuando decidimos jubilarnos
y no trabajar más. Nos llega cuando los hijos se van de casa y sentimos el nido
vacío.
A
todos nos llega la hora de las respuestas. A todos nos llega en algún momento
el día después.
Y
así como pasa con cada uno de nosotros algo así ocurre también con las
instituciones y con las comunidades.
Se
requirió de mucha valentía para decidir hace ocho años construir esta
comunidad. Ahora se necesita de verdadero heroísmo para sostenerla cuando la
adrenalina de los primeros tiempos dejó su paso a la institucionalización de lo
que supimos ir construyendo.
Se
requirió de mucha valentía para no pactar con una forma de judaísmo con la que
no congeniábamos y salirnos de la Comunidad Israelita con la frente bien alta
sabiendo qué era lo que no queríamos para nosotros y para nuestros hijos. Ahora
se necesita de verdadero heroísmo para trabajar proactivamente delineando las
formas y contornos del judaísmo que sí queremos, que sí nos late y que sí nos
convoca.
Se
requirió de mucha valentía para salirse de un hermoso inmueble con todas las
facilidades y pasar a vivir en casas cada vez más pequeñas. Ahora se necesita
de verdadero heroísmo para dejar de aspirar lo que por ahora no tendremos y
dedicarnos con esmero para hacer de esta casa nuestro hogar.
Sobre
el heroísmo del día después, sobre el heroísmo de los actos cotidianos, es que
debemos dar cuentas, porque es sólo sobre ese heroísmo que nuestra comunidad
tiene chances no sólo de continuar sino de seguir creciendo hasta alcanzar su
máximo potencial. Pero para seguir por el camino que decidimos andar,
necesitamos del compromiso, del trabajo y de la presencia de todos. Sin
excepción. Parafraseando a Lennon, puede que muchos aquí crean que soy un
soñador, pero estoy seguro de que no estoy solo. Lo único que espero – lo único
que muchos aquí esperamos – es que quien todavía no lo haya hecho, se sume a la
tarea.
Entre
1937 y 1939, el dramaturgo alemán Bertolt Brecht compuso la obra de teatro
Galileo Galilei. Mientras la maquinaria Nazi se aprestaba a conquistar gran
parte de Europa, Brecht escribió sobre el científico italiano, y sobre cómo el
oscurantismo de su propia época lo obligó a replegarse y desistir de sus ideas
e ideales. Casi sobre el final de la obra, cuando Galileo ya se ha retractado
frente a la Iglesia, Brecht incluye un diálogo feroz entre el científico y uno
de sus alumnos, llamado Andrea. Andrea está enojado. Furioso. Le hierve la
sangre al ver que su maestro ha decidido desdecirse frente al poder eclesial.
Al ver a Galileo regresando de la inquisición sometido, Andrea le grita
frustrado: “¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes!” A lo que Galileo
responderá atinadamente: “No. Desgraciada es la tierra que necesita de héroes.”
Esperar
a que un grupo de personas – de héroes – haga toda la tarea por nosotros es la
receta más simple que conozco para augurar una extinción segura. Como bien lo
entendió Brecht, para salvar a un mundo en llamas no es suficiente con que haya
algunos héroes, sino que cada uno de nosotros debe asumir su compromiso y su
lugar. Si nuestra continuidad depende de unos pocos, entonces sepamos que tarde
o temprano la historia se va a terminar. En nuestros tiempos, y en nuestra
comunidad, es necesario que todos nos apropiemos de nuestra parte, que todos
aceptemos nuestra responsabilidad. Y mientras lo empezamos a hacer, no dejemos
de agradecer a todos los que hasta ahora trabajaron por nosotros.
No
dejemos de agradecer a quienes asisten a las tefilot y sostienen nuestro
minian.
No
dejemos de agradecer a quienes todos los jueves llegan a la comunidad con la
esperanza de que tal vez hoy sea el día en que juntemos diez, y que aun si no
lo logramos con continuidad no se cansan y lo siguen intentando.
No
dejemos de agradecer a quienes no encuentran en la lluvia, el frío, el calor,
el tráfico, la distancia y tantos otros las excusas para no venir.
No
dejemos de agradecer a quienes organizan nuestras actividades durante todo el
año.
No
dejemos de agradecer a los padres que sostienen nuestra escuela de Talmud Tora
y que se preocupan por que la educación judía de sus hijos sea una prioridad en
sus nutridas agendas.
No
dejemos de agradecer a los niños, a las niñas y a los adultos que se toman el
tiempo para estudiar la Tora y la leen durante estos días y el resto del año
con devoción hacia nuestra milenaria tradición.
No
dejemos de agradecer a quienes saben lo importante que es para una institución
pequeña como la nuestra tener las cuentas al día.
No
dejemos de agradecer a quienes son generosos y dan antes de que se les tenga
que pedir, y a todos los que dan sin que se los tenga que perseguir.
No
dejemos de agradecer a quienes desde con gestos concretos dan cuenta de que la
comunidad es una de sus primeras prioridades y no el último de los pendientes a
solucionar.
Y
por último, no dejemos de agradecer a quienes entienden que la pertenencia a
una comunidad implica muchos derechos pero también unas cuantas obligaciones.
Durante
Rosh haShana decíamos que uno de los secretos del éxito, una de las razones que
posibilitó la continuidad judía a través de los tiempos, fue nuestra capacidad
de enfrentar con optimismo los desafíos que se nos fueron presentando a lo
largo de la historia. Nos hemos encontrado con momentos complicados en el
pasado, y tengan por seguro que se van a seguir presentando dificultades en el
futuro. Nos guste o no nos guste, es parte de la vida misma. Con eso en cuenta,
nuestro desafío es encarar este nuevo año con optimismo y con confianza. No
desde la certeza fatalista de que “todo estará bien” sino desde el optimismo
proactivo que nos invita a involucrarnos y a hacer cada día un poco más.
En
esta noche de Iom Kipur, en esta noche en la que somos (relativamente) muchos,
somos llamados a elegir qué es lo que queremos para nosotros y para nuestra
comunidad en este nuevo año.
En
esta noche de Kol Nidrei, cuando reflexionamos sobre nuestros votos y promesas,
somos llamados a responder sobre lo que haremos durante el día después.
En
esta noche intensa, cuando estamos rodeados de mucha gente y a la vez estamos
absolutamente solos, somos convocados a pensar verdaderamente si queremos refrendar
nuestro compromiso con esta forma de vivir el judaísmo y con esta forma de
vivir en comunidad
Para
nuestra tradición, la Teshuva – la respuesta a estos y otros interrogantes – no
viene dada por default. Para nuestra tradición, la Teshuva es un ejercicio que nadie
puede hacer por nosotros, que simplemente no podemos delegar. Por lo tanto, en
este día que recién comienza, los invito a que reflexionemos en silencio, a que
meditemos con calma, y a que cada uno de nosotros pueda comenzar a delinear con
sinceridad sus propias respuestas, a fin de que el día después, y entre todos,
podamos sentar las bases reales del tipo de comunidad que queremos, las bases
reales del tipo de comunidad que realmente nos merecemos.
Gmar
Jatima Tova y Shabat Shalom!
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