BH
Rosh
haShana 5772
Primera
Noche
En
los últimos tiempos, una de las series de televisión que más impacto ha causado
en el público general es The Big Bang Theory. Para quienes nunca la han visto,
la serie gira básicamente alrededor de la vida de cuatro nerds – un físico
teórico, un físico experimental, un astrofísico y un ingeniero. Mientras que
intelectualmente son brillantes, a la hora de establecer relaciones interpersonales
los muchachos muestran sus dificultades. Ni que hablar de sus relaciones con
representantes del sexo opuesto (es decir, con mujeres). De hecho, la serie no
sólo presentará las vidas de estos cuatro nerds, sino también la de Penny, la
nueva vecina que se muda al lado de dos de los físicos.
En
el primer capítulo de la primera temporada, cuando Penny se presenta frente a
sus vecinos Leonard y Sheldon lo hace diciendo que es de Sagitario. Y agrega:
“Algo que de por sí ya les debe decir mucho más sobre quién soy de lo que
deberían saber.” La respuesta de Sheldon – el más brillante y a la vez más antisocial
de los nerds – no se hace esperar: “Si, esto nos dice que participas del masivo
delirio cultural que entiende que la posición aparente del sol en relación a
constelaciones definidas arbitrariamente en tu fecha de nacimiento afecta de
alguna manera tu personalidad.”
La
astrología es casi tan vieja como la humanidad. O al menos, casi tan vieja como
la humanidad organizada en sociedades y civilizaciones. Desde los inicios, el
hombre quiso saber cuál era el mensaje oculto en las estrellas y
constelaciones. Esos movimientos celestiales debían tener algún sentido o
explicación. Esos movimientos debían afectar de alguna u otra manera nuestro
carácter y personalidad. Los astrólogos, desde entonces, se dedicaron a
descifrar el misterio, a decirnos por qué éramos así, o por qué obrábamos asá.
Como
era de esperar, a muchos les gustó el sistema. Para conocer a alguien, no había
más que mirar al cielo, saber en qué fecha nació, y hacer algunos cálculos. Si alguien
quería conquistar a la mujer de sus sueños, sólo tenía que averiguar de qué
signo era, para saber si lo que iba a ganar su corazón iban a ser las flores o
los chocolates.
Además,
el sistema permitió una estructura ideal para desentendernos de nuestras
fallas. ¿Qué puedo hacer si todos los virgo somos introvertidos? ¿Cómo me echas
la culpa si todos los sagitario nos peleamos sin medir consecuencias? Dime de
qué signo eres, y te diré cuáles son tus transgresiones predilectas.
No
es casual que, como decía el pensador francés Claude Lévi-Strauss, la
astrología haya surgido históricamente muchos años antes que la antropología.
Mirar a las estrellas siempre fue mucho más fácil que mirarnos a nosotros
mismos, que mirar en nuestro interior. Echarle la culpa a los astros siempre se
nos acomodó mejor que responsabilizarnos por nuestras propias acciones y
decisiones.
Parecería
que desentendernos de nuestras responsabilidades está codificado en nuestro
ADN. Culpar a las estrellas o a los demás, es casi tan viejo como la astrología
y como la humanidad. Incluso de acuerdo con la Tora, frente al primer error
cometido por el hombre en el jardín del Edén hace exactamente 5772 años, Adán
no tuvo mejor idea que culpar a Eva, y Eva no tuvo mejor idea que culpar a la
serpiente. Algo así hizo también Caín luego de matar a Abel, desentendiéndose
del hecho y negando cualquier culpa o cargo.
Cuando
somos niños, vivimos excusándonos en el hecho de que “ella empezó” o “él me
pegó primero.” Cuando crecemos adoptamos otras tácticas, pero siempre nos
quedamos al margen. A veces, por ejemplo, la culpa la tienen los hábitos y las
malas costumbres. Nunca somos nosotros los que nos habituamos a dichos actos,
sino que la culpa la tienen las costumbres en sí mismas. Ellas son malas.
Nosotros, pobres inocentes.
También
la sociedad recibe una carga importante de nuestras culpas. O la humanidad en
su condición de humanidad. “La carne es débil,” “El hombre es corrupto por
naturaleza,” o “Y bueno, ¿qué quieres? No soy un ángel,” son algunas de las
frases que podemos escuchar cada dos por tres.
Qué
distinto es todo en nuestra tradición.
Nos
reunimos este día, recordamos la creación del mundo, celebramos la llegada de
un nuevo año, vemos que es noche de luna nueva, y aun así ninguno de esos
eventos cosmológicos tiene sentido si no trabajamos sobre nosotros mismos.
En
esta noche, no podemos refugiarnos en las estrellas ni buscar sentidos en el
cielo. En esta noche, todas las señales anidan en lo más profundo de nuestro
ser. Todo lo que debemos saber – y todo lo que debemos hacer – ya se encuentra
dentro de nosotros. Sólo tenemos que hacer algo de silencio y ponernos a
escuchar.
Un
antiguo Midrash nos enseña que cuando un niño es concebido, un ángel presenta
al feto frente a Ds. El ángel pregunta: ¿El niño será alto o será chaparro? A
lo que Ds contesta decretando su altura. El ángel pregunta: ¿El niño será
inteligente o será tonto? A lo que Ds contesta decretando su capacidad
intelectual. Por último, el ángel pregunta: ¿El niño será bueno o será malo?
Pero Ds no contesta y se queda callado, ya que la bondad o la maldad no se
decretan en las alturas sino que se inscriben a partir de nuestras propias
acciones.
La
ciencia nos dice que hay cosas que se decretan en la unión de los cromosomas
de nuestros padres y madres. El color de nuestros ojos, nuestra altura probable
o la forma que adoptará nuestro cabello. Pero la genética no puede disponer de
las decisiones que tomaremos frente a los dilemas y desafíos de nuestras vidas
cotidianas. Por el contrario, somos nosotros los responsables últimos por las
decisiones que tomemos. Ni Ds decreta, ni la genética nos obliga. La
responsabilidad es toda nuestra. Y hoy, en Rosh haShana, volvemos a
congregarnos para dar cuenta de esa difícil tarea que es mirar en nuestro
interior y lidiar con nuestros puntos más oscuros.
¿Somos
buenos o somos malos? Nadie puede decretar eso por nosotros.
Por
eso, la primera tarea a la que nos debemos durante estos días es la de la
contemplación. De hecho, ese es el sentido del último mes del calendario hebreo
que acabamos de finalizar: el camino espiritual que nuestra tradición nos
propone año con año debe comenzar con una meditación profunda sobre quiénes
somos y sobre qué es lo que hacemos. Ya Kohelet nos enseñó que: “Ein Tzadik
baAretz Asher Iaase Tov veLo Iejeta… Ciertamente no hay en la tierra hombre tan
justo que haga el bien y nunca se equivoque” (7:20). Y por tanto, a cada uno de
nosotros le corresponde hacer sus cuentas con entereza y con valor.
Para
quienes decidan hacerlo, les confieso que esta tarea no es sólo ardua sino
también muchas veces dolorosa. A nadie le gusta aceptar que se ha equivocado. A
nadie le gusta reconocer que podría haber obrado de otra forma. Dar cuenta de
cómo ser un mejor hijo, un mejor esposo o un mejor padre puede acarrear momentos
de angustia. Descubrir la manera en que podríamos renovar nuestros lazos de
amistad o incrementar nuestro compromiso con la comunidad puede traer consigo
la amarga realidad de aceptar que no hemos dado todo lo que podíamos dar, y de que
no hemos estado a la altura de las circunstancias. Y eso, cuando verdaderamente
se hace con sinceridad y a corazón abierto, puede causar verdadero dolor.
Muchas
veces creemos que el dolor es malo. A priori, preferimos vidas indoloras,
aletargadas y en un eterno estado de anestesia general. Pero el dolor puede ser
un catalizador para el cambio. “Min haMetzar Karati Ia… desde las profundidades
clamé hacia Ti – dice el salmista – VaAneni beMerjav Ia… y me respondiste
concediéndome un lugar espacioso” (118:5). A veces, para salir de las
estrecheces debemos tener el coraje de mirar en nuestro interior y de buscar el
encuentro con el otro. Es en ese llamado, es en esa acción, que podemos salir
de los agujeros más profundos y de los dolores más angustiantes. Es entonces
que ese dolor no se transforma en la culpa de repetirnos todo el tiempo aquello
que no deberíamos volver a hacer para vernos una y otra vez cayendo en los
mismos errores de siempre. Es entonces que ese dolor se vuelve posibilidad
proactiva de hacer las cosas de otra manera. Es entonces que el dolor deja
lugar a cambios concretos que nos hacen mejores personas.
Cuentan
que en los últimos años de su vida, el pintor impresionista Pierre-Auguste
Renoir sufrió de artritis reumatoide. Sus dedos se deformaron tanto que
necesitaba de un asistente para poner los pinceles en su mano. Ni siquiera
podía quedarse de pie mientras pintaba. Cuentan que el dolor era verdaderamente
atroz, pero que aun así, Renoir no dejó de pintar una obra de arte tras otra
mientras pudo. Por aquel entonces, su fiel discípulo Henri Matisse, viendo los
esfuerzos por los que debía pasar, le preguntó a su maestro por qué seguía
torturándose día con día para pintar un poco más. Frente al cuestionamiento de
su alumno, Renoir contestó: “El dolor pasa, pero la belleza permanece.”
En
estos días que estamos comenzando, tenemos por delante la desafiante tarea de
conciliar los actos que realizamos durante el año que terminó con la conciencia
de lo que quisiéramos para nosotros y los nuestros en el año venidero. Somos
llamados a reconocer nuestros errores, a delinear los caminos para cambiar con
sinceridad, y a dar cuenta con nuestras acciones cotidianas de que el secreto
de una vida significativa no está en escondernos detrás de las estrellas, sino
en construir aquí en la tierra y con nuestras propias manos, el reino de los
cielos.
El
dolor va a pasar, pero la belleza del nuevo año será nuestra.
La
tarea será extenuante, pero como resultado daremos cuenta de que nuestras vidas
pueden transformarse en verdaderas obras de arte.
Fuimos
creados a imagen y semejanza de lo divino. De nosotros depende hacer de esa
potencia una realidad. Aprovechemos este nuevo año para lograr que así sea.
Shana
Tova uMetuka!
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