Rosh haShana 5772
Segunda Noche
En el principio de todos los tiempos, cuando el universo no era nada similar a lo que conocemos hoy en día, los dioses eran sólo dos: Estaba Tiamat, la gran diosa de las aguas celestiales, y estaba Ea, dios de las aguas terrenales y consorte de Tiamat.
En el amor que los unía, Ea y Tiamat dieron a luz a todos los dioses de la tierra. Al dios de la guerra y al dios de la paz; al dios de la fertilidad y al dios sequía; al dios de la luna y al dios del sol. Pero todos ellos eran demasiado jóvenes, y se dejaban llevar por sus pasiones y sus celos. El mundo dejó de ser silencioso y pacífico, y se llenó de ruido y conmoción. Tan crítica se volvió la situación que la gran Tiamat se arrepintió de haber dado a luz, y decidió matar a todos sus hijos. A todos. Sin excepción. El mundo se quedaría nuevamente sin dioses. Con Tiamat y Ea era más que suficiente.
Sin embargo, el plan de Tiamat se filtró y llegó a oído de los dioses, quienes se reunieron en concilio para buscar una solución. Enfrentarse a Tiamat no iba a ser una tarea sencilla. De hecho, sólo Marduk, el dios de los rayos y los truenos, se animó a proponer algo: Él estaba dispuesto a pelear contra su madre, y lo haría en nombre de todos los dioses. Lo único que pedía a cambio era que, si resultaba victorioso, sus hermanos lo coronaran como el rey de todos los dioses. El plan fue aceptado sin rodeos. Y Marduk se fue a la guerra contra su madre.
La batalla duró meses. Ríos de sangre corrieron, y la destrucción se podía apreciar por todas partes. Finalmente, Marduk logró doblegar a Tiamat. El hijo hirió de muerte a su madre, y con uno de sus rayos terminó de cortar su cuerpo a la mitad, formando con él la base de la tierra en donde nosotros pisamos hasta el día de hoy.
Como era de esperarse, Marduk celebró la victoria junto a sus hermanos. Nuevamente se escucharon en los cielos voces de fiesta y algarabía. Pero la alegría no duró demasiado. Conforme pasaron los días, los dioses entendieron que Tiamat – la gran madre celestial – era quien les proveía de comida mientras estaba viva, y que si ahora no hacían algo, todos iban a morir de hambre.
Fue entonces que Marduk se dio a la tarea de crear servidores fieles para las necesidades de los dioses. Tomó la sangre de su difunta madre, la mezcló con el lodo de un río, y con esa argamasa creó al hombre. Desde entonces, el hombre fue creado para servir literalmente a los dioses. Desde entonces, y para siempre, el hombre no sería más que un peón al servicio de dioses egoístas y nefastos, cuyas únicas intenciones eran las de contar con la comida y la bebida necesarias para vivir de fiesta en fiesta.
O, al menos, eso era lo que sostenía el relato babílonico de la creación del mundo hace unos 3800 años atrás. Este era el relato que Abraham, nuestro patriarca, escuchaba todas las noches antes de irse a dormir… Imaginen las pesadillas que este relato le habrá generado al fundador de nuestro pueblo…
Cuando somos niños, aprender a dormirnos es todo un desafío. Aun cuando el sueño resulta ser una necesidad biológica, y aun cuando ni bien nacemos parecería que tenemos el chip de la dormida incorporado, conforme vamos creciendo la decisión voluntaria de irnos a dormir es un hábito que tenemos que trabajar, que simplemente no viene solo. A mí me toca verlo de cerca en esta etapa de mi vida familiar: por más cansadas que estén, Iara y Abi siempre van a responder que “no” cuando les pregunte si nos vamos a dormir. Siempre hay tiempo para un cuento más; siempre hay tiempo para una canción más.
Hay niños que desarrollan un profundo miedo a la oscuridad. Otros, confiesan que de noche viven aterrados porque están segurísimos que debajo de la cama, o dentro del closet, se encuentran toda clase de monstruos que atentarán contra su sueño y su tranquilidad.
Como padres, nuestra tendencia frente a estas situaciones es tranquilizar a nuestros hijos. Les aseguramos que todo está bien, que no hay ningún monstruo escondido y que no hay que temerle a la oscuridad. Les contamos historias, les transmitimos seguridad.
Y sin embargo, si nos preguntáramos quién tiene razón, la respuesta no sería tan sencilla. ¿Acaso es verdad que todo siempre va a estar bien? ¿Acaso es verdad que no hay monstruos o peligros que acechan nuestras vidas y las vidas de las personas que más queremos en el mundo? Es cierto que en el closet no se esconde ningún cocodrilo hambriento, pero no es menos cierto que vivimos en tiempos marcados por la inseguridad, por la delincuencia y por la sensación de que no podemos dar nada por sentado. De que en realidad, esa seguridad que les transmitimos a nuestros hijos tiene, en el mejor de los casos, bases extremadamente endebles.
En esta línea es que hace unos meses atrás se publicó un estudio que afirmaba que el 80% de los franceses, el 70% de los italianos y los alemanes y el 60% de los norteamericanos creen que sus hijos vivirán en peores condiciones que ellos. Las enfermedades, la violencia, el terrorismo internacional o el maltrato al medioambiente son algunas de las razones que se mencionaban en este estudio y que llevan a muchos de nosotros a perder toda esperanza, resignándonos a vivir presas del profundo miedo que nos produce un mundo que parecería estar condenado a la extinción.
De alguna misteriosa manera, parecería que nuestro mundo pasó a encarnar los fundamentos del relato babilónico con el que Abraham se iba a dormir. Es cierto, existen diferencias. Lo que antes eran las voluntades impredecibles de dioses caprichosos hoy se presenta como fruto del azar. Lo que antes podía ser entendido como el castigo divino por no acatar nuestro rol de esclavos celestiales, hoy se presenta como lo fortuito de vivir vidas sin trascendencia ni sentido. Aun así, y más allá de las diferencias, tanto en la antigua Babilonia como en el mundo que se nos presenta hoy, podemos ver la descripción de tiempos violentos, de tiempos tenebrosos y de tiempos pesimistas.
Conocer los mitos que marcaron los tiempos de Abraham es fundamental para poder comprender el alcance de la revolución que él inició. Ver el contrataste entre lo que se planteaba en el imperio Babilónico de aquel entonces y los relatos que se fueron gestando en el naciente pueblo de Israel nos puede dar una idea bastante certera del profundo mensaje que la tradición judía trajo al mundo. En esta segunda noche de Rosh haShana, cuando recordamos un nuevo aniversario de la creación del mundo, cuando coronamos al Kadosh Baruj Hu como Ds de todo el universo y cuando nos proponemos con sinceridad ser mejores personas en el año que comienza, me parece importante que recuperemos algunas aristas del contraste que propuso nuestra tradición, no sólo para comparar las enseñanzas del judaísmo con el mito babilónico, sino principalmente para encontrar la forma de incorporarlas a nuestras vidas cotidianas.
El primer contraste entre la revolución de Abraham y el mundo babilonio nos regresa a la creación del universo. Mientras que en Babilonia los dioses se mataban, competían y se celaban entre ellos, la creación que se describe en el libro de Bereshit apela a la armonía y al orden. Mientras que en Babilonia Marduk destripaba a su propia madre, la Tora nos dice que lo primero que Ds creó fue la luz, renovando en nuestro espíritu la noción de que vivimos en un mundo que se ilumina cada vez que imitamos al Kadosh Baruj Hu en la tarea de crearnos y recrearnos. Mientras en Babilonia la humanidad debía servir voluntades volátiles de dioses antojadizos, en la tradición de Abraham se nos convoca a cada instante a que ejerzamos nuestro libre albedrío con compromiso y responsabilidad, buscando siempre el bien común y el mejoramiento de nuestro planeta.
Tanto en la antigua Babilonia como en el mundo caótico de nuestros días es imprescindible volver a reencontrarnos con el mensaje de nuestra tradición que nos invita a vivir en luminosa armonía, con nosotros mismos, con nuestros semejantes, con el mundo y con Ds. En tiempos de Abraham este mensaje fue revolucionario. En nuestros días también lo es.
El segundo contraste entre la gesta de Abraham y el mundo babilonio se presenta en los momentos de sufrimiento y de dolor. En el reino de Marduk, enfermedades o pérdidas eran fruto del castigo divino. Los momentos difíciles eran azarosos, ya que nadie podía preverlos, pero eran merecidos, porque eran la consecuencia directa de la desobediencia de la humanidad. En el reino de Marduk el que sufría quedaba desamparado, expuesto y sin recursos frente a la intemperie del destino.
“Por algo habrá sido…” “Algo habrá hecho…” o “No sé por qué le pasó lo que le pasó, pero seguro que se lo tenía bien merecido…” eran frases que inundaban las calles de Babilonia en los tiempos de Abraham.
Y sin embargo, ni Abraham ni sus continuadores siguieron por el camino del fatalismo aleatorio del destino, ni vieron en las enfermedades o pérdidas la voluntad caprichosa de un dios insensible al sufrimiento del hombre. La tradición judía no planteó un mundo sin desgracias o momentos difíciles. Nunca se negó la existencia del mal y nunca se nos prometió una vida exenta de tiempos amargos. Y así como los niños le tienen miedo a la oscuridad, el salmista bíblico supo definir los pasajes más álgidos de nuestras vidas como “valles de tinieblas” (23:4). En esas noches de angustia, la tradición judía nos enseñó que no deberemos temer mal alguno, porque Ds está con nosotros. Mientras que en Babilonia y en nuestros días muchos ven en las tragedias un mundo a la deriva, la revolución de Abraham nos inculcó la posibilidad de enfrentarnos a los momentos más duros de nuestra existencia con la esperanza de saber que no estamos solos ni a la intemperie. En tiempos de dolor somos llamados a levantar la vista y a no aislarnos. Somos llamados a extender nuestra mano en la búsqueda de otros que nos puedan acompañar y a acompañar a otros que necesiten de nuestra presencia y compañía. Somos llamados a no desesperar y a volvernos fuente de esperanza para quienes nos rodean. Somos llamados a reconocer la presencia de Ds tanto en nuestras tristezas como en nuestras alegrías.
Tanto en la antigua Babilonia como en el mundo caótico de nuestros días es imprescindible volver a reencontrarnos con el mensaje de nuestra tradición que nos invita a no desesperar, a buscar consuelo en el otro y a ser capaces de consolar a los que así lo requieran y necesiten. En tiempos de Abraham este mensaje fue revolucionario. En nuestros días también lo es.
Tratándose de un mundo tan hostil, en la antigua Babilonia primaba el paradigma egoísta del sálvese quien pueda. Casi como ocurre en nuestros días, la gente vivía y moría bajo la ley de la supervivencia del más apto. Por el contrario, cuando en el espíritu de Abraham el profeta tuvo que responder sobre qué es lo que el Kadosh Baruj Hu quiere de nosotros, su respuesta fue: “Hacer justicia, amar la misericordia y caminar con humildad ante Ds” (Mi. 6:8).
Frente a un mundo insensible, la tradición judía nos encomienda ser justos, humildes y misericordiosos. Frente a una sociedad que se tapa los ojos y que prefiere no ver el sufrimiento de quien menos tiene y más necesita, el judaísmo nos invitó desde sus orígenes a involucrarnos en los destinos del mundo reparando los equilibrios perdidos y siendo empáticos con quienes nos rodean.
Tanto en la antigua Babilonia como en el mundo caótico de nuestros días es imprescindible volver a reencontrarnos con el mensaje de nuestra tradición que nos invita a abrir nuestros ojos y nuestros corazones, obrando con humildad por la construcción de un mundo que sea cada vez más justo, más solidario y más amoroso. En tiempos de Abraham este mensaje fue revolucionario. En nuestros días también lo es.
El mundo de los antiguos babilonios era un mundo plagado de conflictos y de desencuentros. Si los dioses se mataban entre ellos, imaginen lo que podían hacer aquí en la tierra sus fieles servidores. En aquellos tiempos, obrar según la imagen y semejanza de lo divino era simple y sencillamente un horror.
En contraposición, la tradición judía estableció que la paz era un valor supremo. Jerusalem, capital del reino, habría de ser la ciudad de la paz. Salomón, constructor del Beit haMikdash, fue un rey que sólo conoció tiempos de paz. Para preservar la paz, nuestros sabios establecieron que era posible mentir. Para preservar la paz, nuestros sabios determinaron que se podía llegar a borrar incluso el nombre de Ds.
Cada vez que recuperamos el espíritu de paz y reconciliación de nuestros antepasados volvemos a conectarnos con aquello que hace a nuestras vidas trascendentes. Cada vez que lo hacemos, volvemos a entender que no tiene sentido gastar nuestras vidas en pequeñas peleas que nos desgastan y nos quitan energías. En esos momentos, logramos comprender que nuestras vidas se hacen significativas cuando podemos compartirlas en familia, con nuestros seres queridos y con la comunidad.
Tanto en la antigua Babilonia como en el mundo caótico de nuestros días es imprescindible volver a reencontrarnos con el mensaje de nuestra tradición que nos invita a trabajar con constancia por la paz, fomentando el diálogo, la aceptación y la mesura en nuestros juicios, mientras aprendemos al mismo tiempo a desprendernos de nuestros egos y mezquindades. En tiempos de Abraham este mensaje fue revolucionario. En nuestros días también lo es.
Por último, cuando uno analiza todos los elementos que componían la antigua sociedad babilonia, uno no puede dejar de concluir que en aquellos tiempos primaba una mirada terriblemente sombría y pesimista sobre la vida y sobre la humanidad.
Tanto en aquel entonces como hoy, muchos viven sus vidas con una sensación de amargura y desesperación. Gente que no está dispuesta a pelear. Gente que realmente cree que en el closet de su casa hay cocodrilos a los que nunca se podrá enfrentar. Gente que vive presa del miedo y que en lugar de seguir intentándolo prefiere bajar los brazos y ponerse a llorar. O a maldecir. O a patalear.
Tal vez esta actitud de resignación pueda explicar por qué la cultura babilonia se extinguió de la faz de la tierra hace miles de años. Y tal vez la actitud contraria pueda explicar por qué nosotros, nuestro pueblo y sobretodo el mensaje de nuestra tradición todavía siguen vivos.
La historia judía está plagada de momentos tan duros y difíciles que un pueblo pesimista y derrotado hubiese decretado el final de nuestros días hace mucho tiempo. Si hoy estamos aquí es porque como pueblo supimos vencer las adversidades que se nos presentaron. Si hoy estamos aquí es porque como pueblo supimos encontrar los caminos para hacer las cosas de otra manera y porque nunca dejamos de ser optimistas y de creer en que sí se podía.
Tanto en la antigua Babilonia como en el mundo caótico de nuestros días es imprescindible volver a reencontrarnos con el mensaje de nuestra tradición que nos invita a vivir con optimismo, buscando siempre la mejor manera de resolver los desafíos y dilemas que se nos presentan a cada vuelta del camino. En tiempos de Abraham este mensaje fue revolucionario. En nuestros días también lo es.
Y por eso, la próxima vez que nuestros hijos nos confiesen que le tienen miedo a la noche o que viven inseguros frente a lo que pueda acontecer en un futuro incierto, nuestra misión será la de poder recuperar los valores y sentidos en los que abrevaron nuestros antepasados para compartirlos con ellos.
Porque cuando algunos ven oscuridad, nosotros vemos luz.
Porque cuando algunos ven pleitos, nosotros apostamos por la paz.
Porque cuando algunos ven el mundo con pesimismo, nosotros somos hijos de la esperanza.
En sus días, Abraham se animó a desprenderse del discurso dominante de su tiempo para proponerse construir otro tipo de historia. Esa historia, años después, es nuestra historia. Esta noche de Rosh haShana, en la que nos encontramos recordando un nuevo aniversario de la creación del universo, cada uno de nosotros es invitado a continuar tras los pasos de Abraham, impregnados con el optimismo de saber que de nosotros depende hacer de éste, un mundo mejor.
Shana Tova uMetuka!
Rabino Joshua Kullock
twitter: @kullock
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